Por Antonio Gil, escritor. Premio Altazor, 2013.
El acecho es una idea tan próxima a nuestra especie como el hambre misma y la subsistencia diaria.
Orbita el acecho en la galaxia conceptual de la obtención de la caza, tanto de proteínas y grasas comestibles como de los huesos propicios para elaborar herramientas, de los más variados tipos y usos.
Curtir, roturar, coser, son algunos de los destinos que las partes óseas de la presa conseguida conquistan dentro de la inventiva y el imaginario que fuimos capaces de procurarnos allá , en la hondura pantanosa del tiempo, imaginado como el “caldo primordial” o la arcilla que modeló las trazas del Adán primigenio y primer protagonista humano en el Santo y Viejo Libro de los Sueños.
Fue en allá, en esas edades hollinadas, donde se forjó la observación, tanto panorámica como de primeros planos con sus desesperadas cercanías imposibles. Donde nació y se creció una manera de moverse, de respirar, de oler el aire. Un modo nuevo de medir el tiempo, de evaluar el objetivo deseado por su edad, sus perspectivas reproductivas, sus hechuras, contra Ananké, la madre de todos los dioses del Panteón griego.
La diosa Necesidad.
Acechar, otear, vigilar, se vuelve siglo tras siglo un gesto algo difuso entre lo sagrado y lo profano.
Sin embargo, pendiendo la vida de esa espera paciente y cuidadosa, silenciosa y quieta del acecho, esta gestualidad adquiere un ritual propio, una sacralidad que aún hoy se conserva en la intimidad sutil de los deportes cinegéticos.
No se caza a cualquiera. No se mata si es fácil. Si lleva crías. Si se amanece magnánimo.
Y conserva por tanto la cinegética una estética y una ética que se remonta a esas jornadas de humo, humedad y huidas por las landas y bosques y lagunas de nuestra Historia Humana, voz que por cierto viene de humus, de la fertilidad sacrosanta de los campos de labor.
Nacen para enfrentar a la gran presa que es el mar, los puertos, esos grandes apostaderos que de un lado protegen las naves de las mares malas como de los ataques enemigos
Y se le asigna al arte de marear y de augurar los climas, también el arte de mirar los cielos.
Y es así como en Valparaíso nace el primer observatorio astronómico de Chile y del sextante se corrige la mirada al telescopio y sus embrujos, sin perder su condición primaria de apostadero.
El divisadero es pues un paso natural en los usos y doctrinas. Nada se ha salido de cauce en ese instante.
Y ese divisadero portuario hoy recuerda y honra tanto al puñado de hombres pacientes y apasionados divisadores de Valparaíso como a todas las generaciones de nuestra especie que acertando y errando han construido las galaxias y constelaciones del conocimiento, un patrimonio incalculable que se festeja con el corazón agradecido y tibio en este viejo divisadero de estrellas.